El fiscal del tribunal del Vaticano, Gian Piero Milano, informó ayer que en ese Estado de 44 hectáreas y 800 habitantes ha tenido lugar
un aumento de las prácticas delictivas, desde posesión de pornografía infantil hasta tráfico de drogas, pasando por delitos financieros y actos de corrupción. La reciente apertura de una investigación contra altos responsables del Instituto para Obras de Religión (IOR, popularmente llamado el
Banco Vaticano) ha revelado irregularidades administrativas y financieras de índole penal, señaló el funcionario.
Tales hechos no son de ninguna manera sorprendentes por cuanto la
sede mundial de la Iglesia católica, como cualquier otra concentración
de poder político y económico en el mundo, tiene tras de sí una historia
sórdida, marcada por toda suerte de crímenes, que en su caso se
remontan al milenio antepasado. Los aspectos novedosos en las
declaraciones de Milano son, por una parte, la determinación de asumir
los vicios vaticanos con una actitud transparente y, por la otra, la
admisión de que el enclave no puede sustraerse a los fenómenos de la
globalización.
Al parecer, los señalamientos del magistrado católico se inscriben en
la actitud impulsada por el papa Francisco de aligerar el tradicional
secretismo con que el Vaticano ha venido siendo administrado desde hace
muchos siglos y constituyen, en este sentido, un primer paso necesario y
saludable para hacer frente a los problemas que arrastra la dirigencia
mundial del catolicismo. El hecho mismo de reconocer la vulnerabilidad
vaticana ante los embates de la globalización constituye una admisión
tácita de la terrenalidad de la iglesia, condición evidente que los
pontificados anteriores intentaron negar a toda costa.
Por lo demás, los señalamientos de Milano obligan a recordar
que no hay en el mundo un Estado ni una organización que se encuentren a
salvo de la capacidad de infiltración de la delincuencia organizada, la
cual se ha convertido, en nuestros días, en un actor político y
económico que se cuela en los circuitos financieros, los organismos
internacionales y también, por supuesto, en las instituciones
gubernamentales de todos los niveles.
Para enfrentar este problema es necesario, en primer lugar, reconocer
su existencia, y ello vale tanto para el Vaticano como para los
gobiernos nacionales.
Se requiere, asimismo, de un diagnóstico honesto y transparente
acerca de la presencia de dinero procedente de actividades ilícitas en
los sistemas internacionales bancario y bursátil y emprender acciones
multilaterales concertadas que vayan más allá de las actuales, que en la
mayoría de los casos han resultado ser meras simulaciones para
aparentar legalidad y voluntad política. Y los que deben dar el ejemplo
son los países ricos de Occidente, cuyas autoridades hablan y actúan
como si en sus propias jurisdicciones no existieran tales fenómenos.
La Jornada (México)
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